Contrariamente a todas las expectativas de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que asumía que el calor era un elemento climático que hubiera podido contrarrestar el avance del COVID-19, el fuerte contagio que se produjo en Iquitos a inicios de abril pasado mostró toda la debilidad de esta teoría. Mientras que, en un primer momento, las poblaciones urbanas de Iquitos y Pucallpa fueron las más golpeadas por la propagación del nuevo coronavirus, a mitad de mayo el contagio ya estaba difundido al interior de numerosas comunidades indígenas. Desde las cuencas de Loreto hacia las de Amazonas, San Martín y Ucayali encontramos una acelerada propagación del virus entre esas realidades más económicamente conectadas con los centros urbanos, a partir de las carreteras y los intercambios económicos cotidianos. Las iniciales preocupaciones para la suerte de las poblaciones indígenas, particularmente las localizadas en zonas de frontera, pronto se mostraron muy acertadas

Múltiples fueron los factores que facilitaron la propagación del virus. Como bien me contaba el antropólogo Alberto Chirif*, además de la difusión del contagio en las comunidades por la reincorporación de los jóvenes procedentes de los centros urbanos, también influyó la manera en que el Estado distribuyó los bonos sociales y de ayuda económica. Tanto el Programa Juntos y los bonos por la emergencia sanitaria eran entregados en las agencias del Banco de la Nación ubicadas en los centros urbanos: lugares que de por sí correspondían a los mayores focos de contagio. Al enterarse de la posibilidad del bono estatal, los indígenas quebraron la situación de aislamiento y acudieron a cobrarlo: se amontonaron en las embarcaciones, hicieron largas colas durante muchas horas frente a una dependencia del Banco de la Nación, y se quedaron unos días en las periferias de las ciudades. Así, con esos contactos se contagiaron, y llevaron consigo el virus hacia sus comunidades de origen. En este sentido, encontramos el importante trabajo de denuncia realizado por parte de antropólogos y activistas en visibilizar el rol del Estado como “vector de propagación de la epidemia” (Rodrigo Lazo, Carolina Rodriguez, Luisa Elvira Belaunde entre los primeros). La falta de atención por parte del Estado sobre la manera en la cual las ayudas económicas venían repartidas terminó siendo extremamente dañina y debilitó las medidas de protección y autocuidado hasta ese entonces llevadas a cabo por los indígenas (información confirmada por el antropólogo awajún Wilson Atamain).

Otro importante factor de propagación del virus se explica por la ola migratoria de jóvenes indígenas que, residentes en áreas urbanas, decidieron volver a sus comunidades ante la dramática perspectiva de la reclusión por cuarentena sin posibilidad de trabajo en las periferias urbanas. La ausencia de algún plan institucional bien estructurado de acogida, acompañamiento y prevención sanitaria frente a este tipo de movimiento masivo, determinó una propagación del virus sin precedentes en contextos regionales donde los servicios de atención medica son prácticamente inexistentes.

Como ya sabemos, las epidemias obligan a cada sociedad a recordar, visibilizar y (re) pensar sobre sus vulnerabilidades crónicas, y particularmente las involucradas con sus formas de jerarquías de poder. Sin embargo, si miramos la historia de la salud pública en el Perú a lo largo de los últimos cien años, encontramos una dramática forma de impasse y una incapacidad crónica por parte de las estructuras del poder político de repensar a los conceptos de “ciudadanía” y “derecho a la salud” hacia toda su población. Elemento que deja profundas (y lamentables) consecuencias en los sectores más vulnerables de su población.

Los indígenas amazónicos son conscientes de esta situación, y saben que sus experiencias de epidemias están vinculadas con las relaciones de intercambio y las políticas de inclusión dentro de la sociedad nacional: proceso en el que siempre vino a faltar alguna mirada hacia su condición de salud y sus vulnerabilidades. Desde la época colonial, y particularmente a lo largo de los últimos cien años, la historia de los pueblos amazónicos está marcada por dramáticas etapas de epidemias, violencia y muerte. Mientras que el siglo XX significó para los países del Primer Mundo grandes avances en el campo de la medicina, desde la microbiología hasta la megaindustria farmacéutica, este mismo periodo ha correspondido a la etapa histórica más dramática para los pueblos indígenas, a causa de largas y violentas de epidemias incurables (para ellos). Un número importante de grupos indígenas ha desaparecido entre los años veinte y ochenta del siglo pasado, y otros han sido fuertemente diezmados a causa de enfermedades consideradas “banales” en el Primer Mundo (diarrea, varicela, sarampión, gripe, entre otras) y esto por no tener medicamentos ni atención médica adecuadas (solamente las brindadas por los misioneros, que en muchos casos no alcanzaban para la gran cantidad de pacientes y la complejidad de sus casos). También han sido afectados, desde los años sesenta, como consecuencia de los grandes proyectos de “modernización del país”. Ejemplos de ello son la construcción de la carretera de penetración Fernando Belaunde Terry, del Oleoducto Norperuano, así como los violentos procesos de colonización de tierras bajas por manos de agricultores andinos y costeños en el contexto de alimentar “fronteras vivas”. Ninguno de estos procesos ha sido acompañado de algún proyecto de salud pública, ni por la visión de brindar un apoyo médico-sanitario a este sector de la población nacional, quien (teóricamente) debió haber sido beneficiado con la construcción de dichas obras de “modernización”.

Los avances de la medicina occidental durante el último siglo se han beneficiado de los saberes indígenas sobre las plantas medicinales. Si bien los laboratorios científicos del primer mundo han podido incorporar, entre primis, los conocimientos procedentes de la Amazonía, los resultados de estos descubrimientos científicos nunca han sido pensados para ser accesibles para todos de manera igual: dentro el proceso de mercantilización de la salud medicinal, solamente un pequeño sector de la sociedad mundial tiene la posibilidad de acceder a un cierto tipo de servicios de curación y atención médica. Durante la emergencia sanitaria, los conocimientos sobre plantas medicinales han demostrado ser el recurso más idóneo para la mayoría de los indígenas afectados por el COVID-19, según Wilson Atamain, Gil Inoach y Luciana Dekentai (líderes e intelectuales awajún de Amazonas, San Martín y Loreto, respectivamente). La más alta esperanza de curación para los indígenas se basa en la práctica de una serie de terapias tradicionales, vinculadas con ayunos, dietas, toma de plantas, técnicas de vaporización (información dada por Atamain).

Durante los próximos meses, si las industrias farmacéuticas confirmaran el beneficio de dichas prácticas, pronto buscarán transformar dicho saber en nuevas formas de mercantilización de la medicina. Por lo tanto, surgen una serie de preguntas legítimas: ¿los indígenas se beneficiarán de ello? ¿será posible elaborar un plan de salud pública que pueda reconocer estos saberes locales, protegerlos del consumismo del mercado internacional? ¿cómo garantizar a los indígenas el acceso a un servicio de salud digno, funcional y respetuoso de sus usos y costumbres?

Todas estas reflexiones ofrecen las bases adecuadas para otros términos de definición acerca de la situación actual, en particular sobre la relación entre el Estado y las poblaciones indígenas: la realización de una “necropolítica”. Estamos hablando de una política del Estado que permite la eliminación de ciertos sectores de su misma sociedad. Según el concepto de “necropolitica”, elaborada por Achille Mbembe (2006), si por un lado el Estado no aplica alguna intervención violenta directa dirigida a la eliminación física de dichas personas, tampoco lleva a cabo alguna medida concreta para evitar sus muertes. Hasta se puede afirmar que en muchos casos sus acciones parecen favorecer las condiciones de la muerte de estos individuos. La necropolítica nace por la noción del Estado de considerar la desaparición de algunos sectores de su población como un aspecto ineluctable, o quizás necesario, con el propósito de llegar a la exitosa realización de una “modernización” del país. En otras palabras, estos regímenes políticos obedecen al esquema de “hacer morir y dejar vivir”, y utilizan este uso de los recursos como nueva forma de control de la población durante un cierto periodo. ¿Cómo podríamos de otras maneras explicar la ineficiencia y el retraso en la actuación de la ley de emergencia para los pueblos indígenas? O finalmente, ¿cómo explicar la falta histórica de una perspectiva de salud pública para los pueblos indígenas, que pueda brindar un mínimo de respuestas frente a este tipo de amenazas estructurales?

Construir una historia de la salud pública en el Perú resulta ser una herramienta extremadamente útil para reconocer ciertas ambigüedades estructurales en la relación histórica entre Estado nación y población indígena. Por un lado, cómo el saber medicinal de los indígenas relacionado con el uso de las plantas haya sido fundamental en la construcción del saber médico occidental a lo largo del siglo XX. Por el otro, cómo el considerar a los indígenas amazónicos ciudadanos de categoría B (¿o C?) desde el Estado haya determinado una ausencia estructural de política de salud pública, ni mucho menos fondos para la manutención de este servicio. Solo recientemente se está avanzando en la necesidad de repensar al servicio de la salud pública a través de un enfoque intercultural, debate que todavía tiene que sobrepasar la dimensión teórica y aterrizar en prácticas claras y efectivas. 

Como bien subraya Gustavo Zambrano, “la emergencia nacional frente al coronavirus puso al país ante un inmenso reto en materia de salud pública. Lamentablemente, a pesar de los esfuerzos, se desnudaron las precariedades […] La salud pública no ha sabido responder con enfoques diferenciados.” 

Efectivamente, durante los últimos cinco meses, tanto en las formas de esbozar las leyes y las prevenciones en salud pública, cuanto en los tiempos de actuación y manejo de los fondos, el Estado ha mostrado tener serios problemas en temas de diseño y miradas hacia una política intercultural en materia de salud. Además, ha reafirmado su incapacidad de poner en discusión el imaginario acerca del “ciudadano peruano de clase A”, único sujeto (aparentemente) digno de ser parte de la sociedad “moderna” de este país. Esperamos que la sociedad nacional de la post-pandemia pueda poner en discusión todas estas condiciones históricas, de jerarquía, racismo y de violencia a baja intensidad.


* Este artículo ha sido realizado gracias a la colaboración y los diálogos con Alberto Chirif (antropólogo, experto en Amazonía y pueblos indígenas), Wilson Atamain (antropólogo, awajún, originario de San Martín), Gil Inoach (abogado, líder e intelectual indígena, awajún, originario de Loreto) y Luciana Dekentai (lideresa, awajún, originaria de Amazonas).


(Foto: Santa María de Nieva, provincia Condorcanqui, región Amazonas / SIlvia Romio).